ALPHERATZ
Este
pequeño-gran libro es un cosmos paralelo por el que transcurren profundos anhelos
en íntimos sentimientos expresados por la ¿voz?, ¿alma? de un poeta, Jorge
Castro, dotado de unos sensibles ojos humanos y una delicada pluma onírica.
La realidad se
transforma en metáfora constante. Hay que transitar de puntillas, de imagen en
imagen, para resolver el enigma y sentirse plenamente tocado por la intensa
semántica de sus versos.
En ocasiones aparecen
perfiladas siluetas fantásticas, representaciones de objetos reales que miran,
que vigilan. Unas veces son elementos de la ciudad –azoteas, rascacielos–, en
la que "suceden" la mayoría de los poemas; en otras, son las propias
sombras las que reflejan cuerpos, ideas, palabras, o ellas mismas llegan a cobrar vida.
La posición
del lector es la del espectador que camina junto al autor, la de un observador
privilegiado. Es un viaje por el mundo de J. Castro, salvo en una ocasión: el
poema XXIII, donde el 'nosotros' gramatical, enclítico de "esperamos" y los explícitos
posesivos "nuestra" y
"nuestros" nos implican
durante dos estrofas. Pero el resto es coto cerrado, íntimo y personal que
Jorge comparte sinceramente con el receptor que se acerca a su obra.
La lectura de
este poemario requiere, en muchas ocasiones, el reposo, la relectura serena
para captar todos los recursos creativos. No es una poesía ligera, es una
lluvia lírica que va calando poco a poco.
Cuatro son los
poemas que destacan, en mi opinión, sobre los demás:
I Amarga lloraba la luna.
Dedicado a
Federico García Lorca.
Nuestro autor
hace una declaración de principios en estas estrofas. Nos plantea el juego
metafórico al que va a recurrir durante su obra, una recreación analógica de significados
que, en muchas ocasiones acabará utilizando como alegorías (silencio,
sombras...). Pero en este caso, los símbolos empleados son semejantes a los
lorquianos, con la misma intención significativa, todo un homenaje al poeta de
Fuente Vaqueros. Luna, agua, sangre, caballo, jinete y plata, unidos por su
vertiente característica de la muerte, se citan y dan al poema un carácter luctuoso
y determinista. El sonido de un disparo y las madres muertas de Granada son la
aportación que el autor añade para extremar el dramatismo.
XXII Ojos en la niebla
Se trata de un
autorretrato donde la omnipresente ciudad impregna todo aquello que rodea al
poeta. A partir de ahí, nos presenta su pequeño reino y sus ambiciones:
«Quiero ser mensajero del viento,
ojos en la niebla, oídos en la noche».
Llega a ser
consciente de la importancia que puede tener el hecho de ser leído «de ser inmortal» (como lo fuera Horacio
con Melpómene). Aunque luego prefiera
bajar al mundo real:
«Después,
todo se destruye como un castillo de naipes, todo,
el reino, las palabras, incluso el silencio».
XXVII Alpheratz
Es el poema que da título al libro y,
lógicamente, un elemento básico para la interpretación del mismo. Surge una voz
solitaria dirigiéndose noche a noche
a la lejana imagen creada con palabras, inalcanzable en el tiempo (Alpheratz es una estrella
a unos cien años luz de la Tierra...), inasible.
Lo que vemos tras el poema es el deseo vehemente de la luz, del silencio, de lo
inmanentemente puro.
XXXVIII Como un árbol caído
Cierra el
círculo lírico –y finaliza el poemario– con algunas de las imágenes mostradas
durante toda la obra (camino, sombras, palabras, noche, silencio, tiempo,
tormenta, niebla...). El resultado es un árbol caído «haciendo leña de sus propias ramas» intuyendo que volverá a renacer
de sus cenizas, como el ave Fénix.
Hay que añadir,
además, un texto que merece una mención especial, al margen de los anteriores,
por su temática:
XX Los pasos del tiempo. Dedicado
a las víctimas del terrorismo.
Pocas palabras
se pueden añadir en este caso –salvo las de gratitud al autor– a tan hondo y
sincero homenaje a aquellos que sufrieron la violencia:
«quiero volver a soñar
que todo es mentira».
A lo largo de toda la obra, Jorge Castro
hace uso recurrente de figuras metafóricas que, en algunos casos, se convierten
en iconos personales que paso a comentar:
La soledad del poeta
parece encarnarse en la nieve[1],
la escarcha o los océanos de hielo[2];
también está representada por las hojas
de nieve [3] y el frío glaciar[4].
La clave para esta interpretación se halla en el último verso del poema XV La tarde, donde habla de la fría soledad que nace y muere.
La lluvia
tiene dos vertientes en los poemas. Una de ellas, como elemento natural
–lluvia, tempestad o aguacero– aliado con la noche y creador de panoramas
visuales que dan lugar al día[5].
Otra faceta es la de portavoz –personificado– del propio paisaje. En el poema
XIII se apoya en ella para reclamar la presencia de Benedetti[6].
Otro elemento básico en la obra de
Castro es el silencio. Este se muestra en muchos de los textos y es pieza
básica del paisaje –silencio frío–[7], o
parte integrante de la creación poética: para
velar tu sueño dejaré 30.000 silencios escritos[8].
Además, el poema XVII, se titula El silencio.
El espacio y
el tiempo son constantes sucesivas en todo el poemario de Jorge Castro. El
primero emerge en muchas ocasiones en forma de camino, unido inexorablemente al
tiempo: caminos olvidados –reflejo
del pasado–[9] o
como el misterioso camino de los segundos[10]. También
resulta ser un lugar absoluto, por encima del tiempo[11] o
unido a él: hoy paramos el tiempo,
detuvimos el camino insomne de los astros...[12],
Mientras transcurren vientos y mareas,
pasos y caminos...[13];
y, cómo no, distancia[14].
En otros momentos, tiempo y camino son antagónicos: ni (podrá) la espera hacerse
el camino.[15]
En el texto XXIV No podrá la lluvia convertirse en mar se deja ver una bella imagen
del tiempo como símbolo de la impotencia de una época pasada –el tiempo que amontona las hojas–.
Además, el poema XXVIII está dedicado a este
concepto: El faro del tiempo –iluminando el camino a náufragos perdidos–.
E incluso el tiempo es un personaje observador de la realidad o de los sueños
en otros cuantos poemas de la obra.[16]
Hay tres títulos consecutivos dedicados
al paso del tiempo diario: XIV Amanece,
XV La tarde y XVI La noche, que resultan ser un reflejo del paisaje interior y
personal del autor.
En algunos textos se reflexiona acerca
del acto creativo, sobre la propia poesía: (XI
Palabras) y (XXII Ojos en la niebla)
son algunos de ellos.
Por último, apuntar que varias de sus
composiciones están dedicadas a otros músicos cantautores, como él, Luis
Eduardo Aute, Cristina del Valle y Manuel Domínguez y Pablo Guerrero.
Un primer libro de Jorge Castro que
apunta muy alto, nada menos que a una estrella, Alpheratz, y que esperamos tenga continuidad
en el futuro con nuevas creaciones.
Amarga lloraba la luna
Amarga lloraba la luna
sobre sábanas de plata.
De amapola vistieron su cuerpo,
sin sangre quedaron las barcas.
Se oyó un disparo. Después, silencio.
Temblorosa la nieve avanzaba
tejiendo de blanco los yugos,
durmió en la escalera del agua.
¡Traed un caballo de nubes
con su galope de nata!
¡Dejad que corra hasta el río,
dejad que beba del alba!
Mataron a su jinete
y con el alma ensangrentada
murieron de pronto las madres
en las calles de Granada.
No permitan las alondras,
(batiendo sus atas de nácar)
que sueñe más la serpiente
que envenenó ta cebada.
Por ninguna calleja del aire
permitieron que anidaran
ni los mirlos, ni las sombras,
ni el vuelo de las guitarras.
Amarga imploraba la luna
dejando su tez en la espada.
Los filos de todas las hoces
tras los jazmines brillaban.
Aliento gris de barrotes,
marchita la luz anhelada,
llevaba clavada en los ojos
cien mil lirios de Granada.
XXVII
Alpheratz
Noche tras noche
mis manos te dibujan con palabras
tan efímeras como estrellas fugaces
pero a la vez tan eternas
como el universo reflejado en tu frente.
¿Quién podría desdibujar
tu prístina imagen
de los murales del ciclo?
pregunto mientras araño con mis dedos
el vientre de la aurora,
mientras me acerco irremediablemente
al eclipse de tiempo
que borrará todas mis huellas.
Noche tras noche
camino sin rumbo hacia lejanos paisajes,
devastados por oníricos ritos,
por ancestrales cadencias
que revelan mi inquietud por recordarte,
inasible por siempre
como el alma del silencio.
[3] (XXIX Como un río infinito).
[4] (XVIII Utopía).
[5] (VII
Aguacero) (XVI La noche) (IV Tuve que detener mi paso).
[6] (XIII
En qué lugar).
[7] (XXIV
No podrá la lluvia convertirse en mar).
[8] (XI
Palabras).
[9] (XIX
Lugar de paso).
[11] (XVI La noche).
[12] (XII Solos).
[13] (XXI Reloj parado).
[14] (II Como un ángel caído).
[15] (XXIV No podrá la lluvia convertirse en
mar).
[16] (XXXIII El tiempo lo sabe).
Interesante reseña José Luis. Sin duda se percibe en los poemas que compartes que Jorge Castro apunta alto.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Saludos,
Sandra.
Pues va a ser compañero nuestro en la antología, igual que Antonio Montoya. Por eso les (os) he elegido...
ResponderEliminarPues impone. Mucho nivel veo yo ahí!!
EliminarGenial!
Pues impone. Mucho nivel veo yo ahí!!
EliminarGenial!