domingo, 18 de marzo de 2018

El viernes, 23 de febrero, en la librería Rafael Alberti de Madrid,


presentó su libro Los fuegos del agua 


Raúl González García, amigo y compañero de fatigas laborales, pedagógicas y creativas. 



Él es un poeta que llevaba envejeciendo en barrica de roble sus poemas, desde que fuera finalista en el Premio Adonais. El tiempo ha hecho que su trabajo haya salido a la luz con un regusto vitalista y reflexivo, con irisaciones compositivas de alabanza a la tierra madre, a los elementos naturales, a sus paisajes y a los seres vivos que la habitan. El reposo en madera tan noble ha conseguido impregnar algunas de sus composiciones de evocaciones mitológicas -recuérdese que este es el árbol de Zeus- y, a la vez, trasladar los aromas populares y festivos a ciertos fragmentos de su producción.

Los fuegos del agua es un volumen que reúne dos libros: "Los fuegos del agua" y "País de la infancia", que son como dos vinos que a primera vista pueden parecer muy distintos, pero que la mano creativa de Raúl González ha sabido modelarlos para que ofrezcan sensibles aromas que hacen cavilar al lector-catador y disfrutar de la perspectiva lírica de un poeta observador, de un paciente cultivador de la palabra y de un experto alquimista de las sensaciones.



Le han acompañado en su puesta de largo Juan Carlos Mestre, que ha hecho el prefacio del libro, y Jordi Doce, quien realizó la presentación de la obra en la librería madrileña.    


Presentación de Jordi Doce.


Presentación de Jordi Doce.



Presentación de Jordi Doce.




Presentación de Jordi Doce.


Presentación de Jordi Doce.




Presentación de Jordi Doce.


Presentación de Jordi Doce.

Finalizada la excelente presentación de Jordi Doce, Raúl González paso a recitar y comentar sus poemas:



Dedicatorias



 4a:


XIV

Con el cuervo, el topo y sus misterios,
sus cábalas de noche y sus ensalmos,
con los tenaces vuelos alegóricos
del milano en la roja sementera,
y un sepulcro, este cielo, que vigila,
en cada desolada voz, la tierra,
pasó radiante el río en los veranos
trazando de oro y luz con sus cadenas
una línea derecha a nuestros ojos:
entonces era fácil contemplar
lo sencillo en agosto que es el mundo.

Se agrietaban los pechos de Tormellas
en el útero azul del mediodía
y la muerte tomaba en nuestros cuerpos
sin fin su leche viva, su caliente
alimento de amor y despedida.
Fue dichosa la infancia, aun con derrumbe
de tantos sueños rotos, esparcidos
bajo el aliento espeso de canícula,
cuando el grano maduro alza su voz
en las pozas crujientes como un pan
redondo. El sol cobraba ya en las nubes
el precio de una vida sin retorno.

El fuego de los álamos, la exacta
transparencia del aire, los guarismos
delirantes del agua en nuestras pieles
o el círculo hechizado del espacio
sometieron a amor a aquellas tardes
que el río nos ahogaba entre sus brazos.
Entonces ya supimos que en la muerte
era el gozo más alto de las cosas,
segábamos allí la dicha fresca
con la guadaña del hambre, entre peñas
de granito, desnudos, al sol limpio,
entre lujuria y sed y oraciones
por un mundo embrujado por el tiempo
hasta volvernos carne de ese río
que volvía su faz hacia el futuro.

Cuando, al fin, regresábamos a El Barco,
cual niños hechiceros conjurábamos
la belleza del día, esos instantes
fugaces y celestes.
                              Bajo el puente
vencejos fugitivos descolgaban
las primeras estrellas de la noche
y los grillos cantaban de dolor
al olvido y la muerte más hermosas.
El castillo encerraba ya en sus muros
aquel sueño en un pozo misterioso.
(Luego, al regreso, el mar,
ya era noviembre,
nos dejaba en la playa, conchas, piedras
y rumores lejanos,
                              quizá el eco
de una patria perdida para siempre.)



LXIII

La Nava Navatejares
Navalguijo Cotriles
Paredes de Navacepeda
Bohoyo
Orbezo y Pozahonda
Pozacaliente del puente
Viejo al puente Nuevo
Tormellas de los Mozos

Hilos de la memoria
Charcos del tiempo
Oh ríos niños locos
Ojos azules del universo


I

En los charcos de Navalguijo, en las pozas de Bohoyo,
en sus ciénagas verdes, donde las púas del dolor aún tañen
una canción sin nombre entre ruinas,
donde el Tormes aúlla a las estrellas
como un viento sombrío cargado de presagios.

Allí, en el territorio de todo desencuentro,
el exilio y su ley cegaron nuestros ojos
al fulgor de la espuma, y fuimos recortados en el aire,
proscritos en la bruma, errantes, harapientos, sin doctrina,
imágenes de barro.
Oh, cuánto hemos viajado en la voz de la luna,
qué espectrales se hicieron nuestras manos
tanteando las sombras, muy lejos de la verdadera luz,
por los interminables precipicios del tiempo.

Desde entonces, el río galopa en la conciencia
con fugitivo estruendo, adorna con sus ídolos la noche,
celebra ritos crueles amparado
en la penumbra ardiente del deseo.
¿Qué amar más, oh extraviado corazón,
el viento que fustiga con paciencia el costado de los días
o la cólera adusta de este río de muerte sin principios
que canta sin descanso la pasión de una vida
sellada en el abismo?
Sin duda, un dios mendigo entona esta plegaria
desolada y atroz, como un ciego despierta
temblando a medianoche entre las aguas,
náufrago en un mar extranjero, coronado por algas
y por olas sin fin.
¿Y dónde hallar sentido, qué verdad,
si el río desemboca en nuestros labios?





III

¿Y si ahora muriera, cuál sería mi noche,
habría un despertar sobre la luna alta,
muy honda sobre el cielo, con sus ojos tan claros
escrutándome en el silencio insomne;
lo oscuro de mi muerte tendría oscuridad
mayor, como ante un mar recogido en sí mismo,
apretado en el círculo de su noche fatal,
en el centro de estrellas cual las olas danzantes
de otro abismo secreto?
¿Ni siquiera en la noche se podría esperar
la llama más ardiente de otro cuerpo
sombrío, iluminando el tiempo con su luz
en la noche total
o caería a ese túnel del deseo
donde los muertos miran desde siempre
así la noche en noche transformada
mordiendo en las palabras su vacío?


V

“Los muertos son la imaginación de los vivos”
J. Berger
Desde antes de nacer,
este río sabía que mi viaje
a la muerte tenía por principio.
Me rodearon las sombras, fui expulsado
en un lugar extraño, que me ahogaba.
Aún llevaba en los ojos
el velo de la sangre, y, pronto,
la luz me hirió.
Todavía resuena en mis oídos
un consejo de muertos, las palabras
nuevas del corazón, de siempre.
“Vete, no seas nada”, me decían,
“pues eres nuestro hermano, nunca amor
se revela si no es por nuestros ojos”.
Desde entonces, respiro cada hebra
del sol que nace siempre de la noche,
y cada atardecer, inquieto, espero
el parpadeo de una estrella, el soplo
del viento entre las hojas de los árboles.
Un signo apenas, nada, una corriente
de eléctrica bondad entre las sombras.
Y, aunque, después el mundo resplandezca
en cotidiana belleza, jamás
el timbre de estas aguas he olvidado
que en mi alma remueven infinitas
las voces más oscuras
y graves de la tierra.
Los muertos, con su presencia constante,
atados, en cadena, a la orilla del río,
se pierden en el mar,
aunque regresan,
pues unen en sus brazos el principio
y el final, el sentido
de este tránsito mudo,
la precaria belleza 
de un mundo que no entiendo.




VI

Cuando muera, que arrojen mis restos a tus aguas,
oh, Tormes, bendecido por el sol,
donde encuentre de nuevo las imágenes
que hicieron de mi vida tu reflejo
en la dura carrera de los días.

En ellas volveré a lo que perdí:
un monte de inocencia entre la nieve,
el cielo azul arriba con su luz
y el canto de algún pájaro en el centro
de un puro transcurrir sobre los valles.

Nadie sabrá de mí, sino estos versos
que fluyen hacia el pozo más profundo
donde se oye la voz de las estrellas
hundida en la corriente que no cesa.

Y sabré que mi destino era ése:
un instante de amor sobre la tierra
traspasado de efímera luz blanca
y una sombra que cruza sobre el tiempo
a la caza del alba por tu piel.


XVII

Allí pasó mi amor,
sin que nadie lo viese.
De pronto, con su luz
y su aire indiferente.

Sobre ríos y árboles
de una tierra escondida,
creció hasta hacerse voz
y yo la perseguía.

Me llamaba en el agua,
me llamaba en la brisa,
sólo a mí y no sabía
la ciencia de su huida.

Su voz me dijo: ven,
desde una nube blanca,
transparencia del sol
al abrir la mañana.

Estuve así un instante,
contemplando el reflejo
en el agua de árboles
que danzaban sin tiempo.

Pasó al fin mi amor,
tan raudo como un ave
sin que nunca alcanzara
sus cabellos de aire.

Guardo en mi corazón
la luz del sol, el cielo,
espejo de los días,
como un ojo de fuego.




Aire de primavera

(Canto de Perséfone)
Se desnuda del aire, y pasa, sola,
sobre campos en flor, desde su noche.
Viene húmeda, deseante, inventa el mundo;
como al principio esparce granos, luz
sobre el lecho del día. Su olor, agrio.
Se tira la mañana en los estanques,
atenta a todo eco, casta en su claridad,
con los ojos hirientes, la mirada
de zumo de limones.
Por la tarde se ve, suavemente inclinada,
sobre el regazo de su madre. Allí
descansa y sueña un reino que contenga
su vestido de cola blanco, mientras
despliega al viento los sentidos. Cuando
llega la luna, un estremecimiento
la sorprende: el grito agudo del pavo
real regresa de la noche,
como un dardo en su sien se clava,
con un sabor a tierra, a lluvia muerta.

Otros textos:










Culminó la "cata" de poemas con la firma de ejemplares y la charla informal entre amigos: 




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