miércoles, 27 de diciembre de 2017




Faustino Lobato nos muestra en su libro Un concierto de sonidos diminutos (Ed. Herákleion) a un poeta del mundo contemporáneo que capta, con su mirada diferente, íntima y exclusiva, instantáneas vitales, como si de una lírica cámara oscura se tratase. Sus poemas son imágenes del día a día (los frenos de un coche despiertan / el dialecto del asfalto) (la sonrisa no está de oferta / y el amor no entra en las rebajas); sus textos son reflejos de una realidad circundada por el monótono fragor de lo cotidiano. Pero, a pesar de eso, es capaz de aislarse del ruidoso mundo que le rodea:

Cómo reconocer la voz del alba
en medio de tanto griterío.

Cómo reconocer el idioma de los gestos
repetidos en el espejo de tu cuerpo.
(En "Cómo reconocerte")

El autor divide su obra en cuatro partes: mañana, mediodía, tarde y noche; en cada una de ellas, la reflexión sobre lo consuetudinario se transforma, a través de alegóricos filtros y palabras viradas, en paisajes interiores donde el tiempo, el silencio y un "tú" amado y deseado conforman las distintas escenas:
                      
Como todos los días, el mismo barullo
de caras anónimas, el tendero de la esquina,
papeles. Todo igual, como cada mañana
obedeciendo al sistema, a esa realidad soportada
que no finge y sigue el curso de los instantes.
(En " Como todos los días ")
                               
dc ab dc

La sonrisa de los momentos

En este instante,
otra vez el misterio del silencio,
el secreto silencio del lenguaje
que sella miradas y sonrisas,
que navega por tu boca
y deja huellas en el mar de tus labios.

En este instante.

dc ab dc

El tiempo, el maldito tiempo, se cuela
a gatas en el recuento de los días.

Al sonido del mar le sigue el clamor
de los niños. A la risa de los jóvenes
el sabor del tiempo.

El tiempo, el frágil tiempo, susurra
con dolor bajo la piel de la tarde.
(En "Sabor a caracolas")

dc ab dc

Dentro de mí, el deseo
golpea las arterias.

Estoy vivo y te quiero.
Te lo diré con un gesto
al llegar a casa y entregarme
al camino de tus brazos.
Solo tú, la piel y las caricias.
(En "Esta avenida interminable")


Faustino Lobato se presenta como un poeta inquieto, un urbanita que busca la paz y el sosiego de la poesía como un refugio donde todo lo trascendente se hace palabra y el pensamiento se combina, contradictoriamente, con el sentimiento:

"Vivo en el último piso, en este lugar donde callo sin conseguir silenciar los ruidos, el sonido de los gestos, las torpezas y los jaques del destino. Vivo donde el tiempo se trasviste de pequeños chasquidos que no molestan. En el último piso, donde los peldaños se acaban pero no las ganas de soñar y de vivir con ese orden casi perfecto que dibujan la libertad y tu amor."

dc ab dc

La piel de un poema

He perdido la cuenta de las horas,
mientras los sueños sellan
el recuerdo de otros versos.

La piel de un poema reclama
el canto de los gritos
agolpados en las manos.

La forma de tu voz se pierde
en el barullo de la calle,
dejándome la huella del sonido
con ese olor a soledad
que dibuja desiertos.

Después, por los rincones,
llega el delirio de las musas.
Me seducen y detienen en el tiempo
con la sorpresa del poema.


Para finalizar esta breve reseña, transcribo dos poemas que me han llamado la atención por el lirismo conseguido alrededor de unos hechos habituales:


Los efímeros bordes de la gloria

Llegó el cartero en el destiempo
de las horas tempranas. El silencio
se espantó con el timbre de la puerta.
Solo, el zumo de naranja brillaba intacto.

     Somos paréntesis... sueños.

El carné y la identidad mantuvieron retenidos
los efímeros bordes de la gloria. La firma
sobre un plasma absorbe los colores.
Nada que hacer ante el empuje cotidiano
que guarda la esperanza en el correo que llega.

     Somos anhelos, endebles sueños
     abrasados de ilusión.


dc ab dc


Ese punto de fronteras

Era de noche cuando sus pasos
se fundieron con mi voz.
Palabras y deseos rozando alas
de ángeles guardianes.

Y se dio el encuentro
en ese punto de fronteras
donde el rellano no es casa
y la casa deja de ser hogar,
en ese lugar de nadie y de todos.

Se olvidaron las angustias,
había perdón en los ojos,
el deseo de escribir
en los trozos rotos
de las horas perdidas.

Y la caricia curó las ausencias. Un regalo,
a punto de la media noche: la hora bruja.
Cuando las voces se vuelven susurros
y las manos giran al compás del corazón.

La gata apareció. Había tenido una aventura entre los muebles del vecino. Eran las 11:45, y los maullidos respondieron al sonido de las llaves de casa.



En el mismo envío postal he recibido también El nombre secreto del agua (Ed. Vitruvio), una publicación que espero sea tan interesante y sugestiva como Un concierto de sonidos diminutos.