Don Hez Pecunia Dior y los Hijos
de Pauta,
de Diego Vadillo López. Ed. Niram Art. Madrid. 2014
Habría que
acuñar un nuevo término para situar a Don
Hez Pecunia Dior y los Hijos de Pauta, dentro de la novela contemporánea.
Está claro que
el planteamiento narrativo tiene reminiscencias de otras obras españolas e hispanoamericanas anteriores, del
siglo pasado, pero no sigue esquemas fijos que
puedan enmarcar a esta novela en modelos ya establecidos. De hecho, parece más
bien que nos encontramos ante una nueva amalgama de estilos y tendencias que trata de poner una pica en el
Flandes narrativo actual.
La primera
parte de la obra nos presenta, pausada e intrigantemente, a unos personajes que
podrían recordar al extenso padrón del Nobel de Padrón expuesto en La Colmena. En este panal humano, el
hambre, el miedo y el sexo dominaban las escenas, mientras que en la obra de
Diego Vadillo son la corrupción, la fama y el sexo los que subyugan el abejar
del siglo XXI. Se aprecia en Don Hez
Pecunia Dior y los Hijos de Pauta (en adelante DHPDYHP) un cierto realismo social,
pero no inclinado tanto a la denuncia, sino más bien al protagonismo que la
sociedad –una sociedad consentidora– adopta en la novela, siendo ella la única
que tiraniza y controla todo lo demás –salvo al narrador–. Se podría hablar de
un conductismo, de un determinismo social anclado a los personajes, pero está
completamente superado con el realismo
hiperbólico que Diego Vadillo tiñe su relato y en el que se bañan sus protagonistas –un escalón más que supera el realismo mágico de Asturias, Carpentier, Rulfo y,
¡cómo no! García Márquez–.
¿Qué hacen
durante las primeras noventa y nueve páginas los personajes? Interpretar su extravagante papel, preparar al lector para que asimile esta nueva concepción narrativa y llevarlo de la mano a la acción
frenética de la segunda parte. Todos ellos quieren
salir de una irritante atmósfera social y personal irrespirable... Solo una nave espacial –especial, como la que
Douglas Adams nos describe en Guía del
autoestopista galáctico, con motor de energía de improbabilidad finita–
podrá salvarlos.
El misterio
que envuelve la tercera parte se va desvelando poco a poco... pero no es el
argumento el que manda, sino el planteamiento
discursivo original, ya demostrado en la primera parte, al servicio de la crítica social y humana, como ocurre en
Tiempo de silencio de Luis Martín
Santos.
Así las cosas,
el broche final de la cuarta parte queda para los nostálgicos de la rueda de la
Fortuna, que todo lo pone en su sitio –lo que no sabemos es si el sitio es el
adecuado–. Pero argumentos aparte, en el colofón de DHPDYHP domina principalmente un narrador que llega a convertirse en un personaje más, directo en ocasiones,
mayestático en otras, controlador y omnisciente la mayor parte de las veces, al
que le hablan los lectores o le llaman los personajes.
A lo largo de
toda la lectura, se desarrolla un divertimento
semántico polivalente que provoca reacciones en la cadena del discurso. Hay
momentos en los que parece que el propio
lenguaje manda sobre el argumento y que es el juego de palabras el que
domina la acción, los personajes y, por supuesto al narrador. Me confieso admirador
de Gómez de la Serna y creo apreciar en Diego Vadillo una clara herencia que le
hace gregario –en el mejor sentido de la palabra– de la greguería. Si a esto le
añadimos el esperpento de Valle-Inclán que cubre la acción y a los intérpretes
de la obra, así como otros detalles naturalmente críticos de toque umbralista,
nos encontraremos con que, como decía al principio, habría que fabricar un
nuevo troquel para enmarcar DHPDYHP de
Diego Vadillo López. Este sería: un
original sello de novela metalingüística, con un realismo fantástico y anarcosocial (el
desorden colectivo es evidente, pero no por el anarcoindividualismo –en el que
cada uno es amo y señor de sí mismo–; todos, incluso los más poderosos,
dependen de la casualidad y de la sumisión que el devenir comunitario les impone; es
una sociedad dueña de sí misma, dominadora, anónima y asfixiante).
Y además, este relato gamberro, como bien apunta Jaime Plaza Val, es tan divertido e interesante que es necesario finalizar cuanto antes su lectura, para no tener remordimientos literarios.
Y además, este relato gamberro, como bien apunta Jaime Plaza Val, es tan divertido e interesante que es necesario finalizar cuanto antes su lectura, para no tener remordimientos literarios.
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